lunes, 30 de noviembre de 2015

25

ORÁCULO

Eran las doce da la noche en punto cuando el Dodge 1500 dobló la esquina. El brujo se bajó comiendo una manzana verde. El negro y yo estábamos sentados en el cordón de la vereda de esa madrugada. Ni señales de El bizco y La giganta. El negro empezó a contar la breve e intensa aventura con su araña personal.

La historia de El negro: una araña grande como una mano grande. Atigrada y lenta  como si no le temiera a nada. Las ocho patas se movían cansinamente. No caminaba, iba pisando el mundo. El negro detrás. Anduvieron diez metros y la araña comenzó a cruzar la calle. La bicicleta del huevero la aplastó como si fuera un tomate podrido, atigrado y con ocho patas. El negro sintió vértigo. Se vio cayendo desde una terraza olvidada y recién vuelta a recordar. Se sintió una media pendiendo en el abismo, una túnica (de mierda) colgando en el perchero de la oscuridad. En realidad dijo que se cagó en las patas y después se fue a sentar en el cordón a esperarnos. Fuimos con el brujo a ver los restos de la araña: un tomate podrido, atigrado y con ocho patas, aplastado. Pulpa donde el brujo leía algo que nosotros no leíamos. Letras escritas en el idioma de Nana Borokúm, como si fueran signos que se desprendían del tomate y alcahuetearan el futuro. El oráculo era una araña aplastada por la bicicleta del huevero a mitad de una calle perdida en el culo del universo. Esperar una buena noticia era como preguntarle a Caronte si no te podía dejar, mejor, ya que estamos, en Corrientes y Callao, por favor. 

viernes, 27 de noviembre de 2015

24

LA NEGRA CULONA


Mientras iba detrás de mi araña personal pensaba en varias cosas: en mi ex-mujer, en Ozzy (el gato del que no me pude despedir cuando me separé), en el sueño que tuve con El bizco tocando la guitarra en las montañas de basura, en mi abuela y nuestra casa en llamas, en El negro y en cómo nos había convencido para realizar esta ¿experiencia? con el brujo y las arañas. Pensaba en La giganta, en su cuerpo tatuado y por un momento fui feliz. Pasó la tarde y cuando me quise dar cuenta era de noche y la araña me había llevado hasta la plazoleta Solveig Amundsen. Un perro blanco, un dogo, merodeaba el monumento al cuco. El dogo levantó una pata y orinó la estatua. Después como que escarbó en la tierra y olisqueó desafiante. Paseó la vista,  una panorámica del barrio pobre, y se alejó al trote. Me acerqué al monumento y leí un nuevo nombre. Alrededor, como fósforos que se encienden, unos cien gatos se fueron haciendo visibles. Como una constelación. Como velitas en la torta de cumpleaños de un muerto. La negra culona no estaba por ninguna parte.

martes, 24 de noviembre de 2015

23

TU ARAÑA PERSONAL


El sacerdote del templo de nana Borokúm abrió la caja y dejó salir a cuatro arañas. La mía era la negra, culona. Una araña horrible. A cada uno le correspondía una diferente. La negra, culona, empezó a alejarse. Lo miré a El bizco que estaba en cuclillas hipnotizado en su araña personal. La giganta se despidió mientras seguía a la suya, una chiquitita. Parecía ir detrás de una ironía. El negro, se limpiaba el sudor con la túnica de mierda, esa que se ponía, parado junto a una araña del tamaño de su mano. Todos nos movíamos menos El negro. Su araña privada estaba quieta, en la vereda de ese mediodía. El sacerdote del templo de Nana Borokúm tiró la colilla a la zanja y se fue en un dodge 1500 prehistórico. Antes dijo que nos encontráramos ahí mismo después de media noche. Y antes había dicho que a cada uno le correspondía una araña diferente. Y que no podíamos perderla de vista. Y que teníamos que ir unos pasos detrás por donde quiera que la condenada vaya.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

22

LAS TETAS

Tatuajes en el pecho derecho de La giganta: rodeando la areola una dentadura, afilada. Más arriba un trineo tirado por moscas subiendo la colina. Al lado, una luna cuarto menguante roja. Al costadito, unas huellas ¿humanas? bajando la colina, en perspectiva.
Hay nubes, lluvia. Y viento.
Tatuajes en el pecho izquierdo de La giganta: un arco iris que termina en el pezón, una olla con monedas de oro y una ¿duende? mostrando las tetas, también tatuadas.
Tatuajes en las tetas de ¿la duende?: estrellitas, una cruz, ¿un ojo?
Entre los pechos de La giganta hay un laberinto con un pac-man. Casi oculto hay un fantasma negro.   

Voy con los dedos uniendo los motivos y la historia que se cuenta es la más hermosa de las historias que terminan mal.

lunes, 16 de noviembre de 2015

21

TATUAJES


Nos encantaba fumar porro y esperar que pase el tren. La vía muerta cruzaba los confines de González Satán y pasaba una locomotora de tanto en tanto. Antaño, cuando esos durmientes estaban  con vida, los vagones cargueros desfilaban hasta dos o tres veces por día. Ahora, si teníamos suerte, podíamos ver pasar un tren de carga por semana. Para eso íbamos: para ver si teníamos suerte. La giganta y yo. Me llevaba en su auto, estacionábamos a la sombra del páramo, por donde no iba nadie, y fumábamos y dejábamos que el tiempo corra como un galgo cansado. La besaba y le levantaba la remera para mirar esos pechos tatuados. Me la subía encima y era como cogerse a un dibujo. Cada vez que sentía eso pasaba el tren.   

viernes, 13 de noviembre de 2015

20

DIOS ATEO


Estábamos con El negro sentados en la vereda de la Ringo Bonavena. Pasaban las nubes y la tarde, y los camiones iban atontados por el calor de otro verano satánico. El negro se limpiaba el sudor con la punta de la túnica. Una de esas túnicas de mierda que siempre se ponía. Habíamos terminado de ensayar y seguíamos poseídos por el espíritu del rock que es como decir que habíamos vislumbrado al Dios ateo. El negro se había puesto en bolas recién en el final aporreando el platillo en ofrenda a Nana Borokúm. El saxofonista, por suerte, tenía los ojos cerrados. Soplaba notas que eran vientos del atlántico sur en la guerra de Malvinas. El bizco domaba a un toro con acoplado. Me eché un trago y creí entender algo sin sentido. Ahí se me ocurrió lo del Dios ateo. Un Dios que no se cree. Ya sentados a la vera de la Ringo Bonavena le dije algo a El negro, que me contestó otra cosa y así estuvimos hasta que la noche se nos cayó en la cabeza.  

miércoles, 11 de noviembre de 2015

19

CARACOL


Pasé la infancia viviendo con mi abuela. A mis padres no los conocí y punto. Mi abuela solía decirme, para consolarme, que todos dejamos una tragedia en el camino. Mi abuela no me hablaba de las tragedias que estaban por venir. Porque no conocía el futuro. Y si lo hubiera conocido tampoco me hubiera dicho nada. Nunca supimos cómo se originó ese fuego que nos dejó sin casa. Recuerdo que mi abuela intentaba vencer a las llamas con el mismo baldecito con que regaba las plantas. Parecía querer regar el fuego. Yo estaba intoxicado por el humo, era mi primera aventura con la droga. Pasó el tiempo y dejé atrás esa casa incendiada. Pasó el tiempo y no dejé una mierda atrás, abuela. Soy un caracol que se arrastra cargando su guarida en llamas. 

lunes, 9 de noviembre de 2015

18

EL CUCO


En la plazoleta Solveig Amundsen hay un monumento inentendible que bien pudiera homenajear a los bomberos o al cuco. Alguien se encargó de escribirle, con  la punta de algo, el nombre de los pibes muertos por la brigada. La lista le da vuelta al monumento y se va completando casi mágicamente. Dicen, también, que a veces hasta se adelanta. Aparece tallado el nombre de alguien que todavía está vivo, pero que aparecerá baleado, en una zanja, dentro de un par de horas. Eso se dice y es difícil de comprobar. Cuando no tengo nada que hacer, casi siempre, y estoy pasado, me pego una vuelta por la plazoleta Solveig Amundsen y releo los nombres. Como si pasara lista en el aula de los pibes baleados. Y esos ladrones dan el presente, dice nuestra canción. Esa que se llama: El monumento al cuco.

sábado, 7 de noviembre de 2015

17

EL DOGO Y LA GIGANTA


El dogo era el capo de la brigada de la comisaría 5. Nunca se supo a ciencia cierta cómo llegó a González Satán. Rumoreaban que un mal embrollo de los años 70 lo trajo a esconderse en este pozo ciego del mundo. Los otros 3 integrantes de la brigada no tenían nombre. O se hacían llamar de mil maneras, que es lo mismo. Todos los jueves cerraban el bar El hígado y se enfiestaban a todas las putas. Las putas odiaban los días jueves, no por anti-canas sino porque no cobraban un mango. Una noche La giganta, una atorranta hermosa y altísima con el cuerpo todo tatuado, harta de que la orinen y le hagan meterse la Thunder 9 en el culo se tiró por la ventana. La giganta era una sobreviviente de las mil y una noches así que no la iba a liquidar la altura de un primer piso. Pasó unos meses en el hospital. El dogo, encajetado,  le llevaba flores. La giganta quería ser gato. Y pasar al modo de invisibilidad.  

miércoles, 4 de noviembre de 2015

16

ROMPECABEZAS

Cada vez que tengo que armar el rompecabezas la primer pieza es alguno de los mariachis de El acantilado. La última suele ser un colchón en el suelo del primer piso del bar El hígado. En el medio hay un huracán, un agujero negro, un incendio. Un incendio, pienso, y ya me quema. Una parte de mi vida se resolvió con un incendio. A veces pienso que todavía estoy envuelto en llamas.

Todo incendio tiene un antes y un después. Todo incendio se lleva y deja algo. Por ejemplo se llevó la casa de mi infancia y a cambio me dejó algunas pesadillas. Se llevó a mi muñeco pero me lo devuelve, cada tanto, en algún sueño.

lunes, 2 de noviembre de 2015

15

LAS MONTAÑAS DE BASURA

El bizco tocaba la guitarra sentado en un caño sobre una de las montañas de basura, no podía enchufarla en ningún lado pero así y todo sonaba eléctrica y con volumen. Lloviznaba. Lo miraba desde abajo, como si él estuviera en un altar. Tocaba un clásico pero yo no podía recordar cuál era. Como si mi oído y cerebro y corazón ya lo hubieran reconocido. Pero yo no. Una sensación rara. Las ratas correteaban por ahí y el cielo tenía los colores del fondo del abismo. De repente asomándose entre los desperdicios reconocí a un muñeco de trapo que había sido mío. Mi juguete favorito durante toda la infancia. Era imposible porque se había incinerado en el mismo incendio que nos había dejado sin casa. Pero ahí estaba. Al tiempo que lo levantaba me puse a llorar.

Algo me decía que eso no estaba pasando, que solamente era un sueño. El muñeco de trapo me guiñó un ojo y entonces desperté. Había dormido dos días seguidos porque previamente estuve tres días sin dormir. Un buen negocio, pensé, cuando pude armar el rompecabezas.