miércoles, 5 de octubre de 2016

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UN CIGARRILLO IMAGINARIO


Pistas reales, pero también interesadas, defectuosas, mutiladas, lo llevan a hospedarse en el hotel París. Apenas cruza la puerta de entrada se le antoja que es el mejor de los peores hoteles de este mundo. En una de las paredes, del mismo clavo, cuelgan una ristra de ajos y un rosario. Un matrimonio arreglado, un contrato sin firmas, piensa el detective. Pide una habitación que de al frente, con ventana. Todas nuestras habitaciones tienen ventana le dice con orgullo la conserje, una mujercita tuerta, como si se colgara una medalla olímpica. El detective le apaga un cigarrillo imaginario en su único ojo. Sonríe y le dice que claro, que por supuesto. Le pregunta qué le pasó en el ojo ausente. Me apagaron un cigarrillo real, contesta la petisita. El detective ríe hasta que entiende que pregunta y respuesta no existieron. Suben una escalera oscura y húmeda. Claustrofóbica. Recorren un pasillo estrecho de paredes blancas y un techo al alcance de una cresta punk. En el piso hay huellas barrosas de un pie descalzo que desembocan en una puerta cerrada. Ellos siguen. El pasillo no es largo pero es como si se fuera estirando, desenrollando, a medida que avanzan. El detective quiere arrojar a la gorda que lleva en brazos por una ventana, por cualquier ventana. Pero no hay ninguna. No llevo a ninguna gorda en brazos, dice el detective y la petisita tuerta lo mira con la mitad del asombro con el que lo hubiera mirado de haber tenido los dos ojos. Mil años después llegan a la habitación. Una vez adentro y solo, abre la ventana y mira hacía enfrente. El viento hace que se sienta mejor, pero no mucho. Piensa en descansar un poco, algunas horas y después comer algo. Pero ya está dormido.      

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